Ricardo Bello.- El desprecio hacia los partidos políticos está vigente y no creo que la tolerancia al gas lacrimógeno sea suficiente para desplegar el genio organizativo que caracterizó a Pompeyo Márquez o Rómulo Betancourt. Pero hay algo que se ve a leguas: las marchas y plantones expresan el deseo que tiene la gente de conectarse, de crear comunidad, así sea en el fragor y caos de la asfixia. Sigo pensando que la disposición a arriesgar la propia vida no es suficiente para galvanizar a la opinión pública, empezando por los millones de venezolanos que jamás se han enfrentado ni quieren enfrentarse a la Guardia Nacional o a los colectivos, pero que rezan por su desaparición. El plebiscito sí es una acción de esta naturaleza, que le permitirá al país expresarse políticamente, así no esté obligado el CNE a tomar en cuenta los resultados. Es una acción política sin consecuencias electorales inmediatas, pero deslegitimazará aún más al Gobierno con el pueblo en la calle, sin el peligro inminente de recibir un tiro en la cabeza. Uno se cansa de escuchar en el ascensor a tantos auto-proclamados generales del twitter aplaudiendo el derramamiento de sangre de nuestros hijos radicalizados – porque todos son hijos nuestros -, en esas especies de trincheras de la democracia en que se han convertido las avenidas. Es el sacrificio a pagar, argumentan. ¿Y por qué no le dices a tu hija que ofrezca su vida en alguna esquina caliente de Caracas o en el Helicoide?
Los hashtag ayudan a fortalecer esta nueva identidad colectiva, extremadamente democrática, que el chavismo se empeña en silenciar. Pero en cuanto comunidad virtual, su presencia no es sustituto adecuado a los partidos, más experimentados en diseñar otras modalidades de participación. La política es comunicación y la expresión de un país concientizado no puede reducirse a devolver bombas lacrimógenas. La estrategia chavista desde un principio fue destruir la reputación de las organizaciones políticas, atomizando la acción de los venezolanos. Redujeron a un mínimo la voluntad de participar en los partidos de oposición, al punto que parecía que ya sólo existía el individuo, encerrado en su casa, mínimamente vinculado con otros grupos a través de redes digitales. Destruyó el sentido de pertenencia del que tanto nos ufanábamos. Las protestas, en cambio, le han dado calor a esta necesidad de unión, así sea de forma precaria y medio informal. Ese es uno de sus grandes logros. Aunque siempre está la anarquía como tentación: podríamos optar por el caos y la desobediencia como una conducta permanente frente el autoritarismo. Debemos superar el peligro de eternizar las barricadas y los enfrentamientos con la GN.
Es verdad, las protestas inauguraron un espacio inédito: crearon la oportunidad para encontrarnos en la calle con gente que nunca habíamos visto y encontramos solidaridad. Amor político a primera vista. Evidenciaron la existencia reprimida de una necesidad de comunidad. Pero los generales del twitter, como los llama Rafael Poleo, no pueden conducirlas a su siguiente paso lógico, como sería la creación de un bloque opositor con peso y representación política nacional, capaz de entablar negociaciones y lograr un gobierno de transición. Y no nos engañemos, a la hora de las chiquitas los voceros del lado del Gobierno serán los más antipáticos de todos, la gente que más rechazo y animadversión producen: Diosdado o Jorge Rodríguez o hasta el mismo Mario Silva, no me extrañaría. El legado del chavismo tiene demasiadas connotaciones negativas y no las van a reconocer. Tenemos el problema político, frente al cual los demás palidecen, pero hay otros dos frentes importantísimos: el económico y el del narcoterrorismo, donde confluyen los intereses de los carteles de la droga y la inseguridad personal. La estrategia del Gobierno será rayar a cualquier dirigente opositor que se siente a negociar una forma de salir del callejón sin salida donde nos tienen encerrados. Intentarán posponer la hora de abandonar el poder. El miedo que distribuyen en la población con los excesos policiales y la impunidad de los grupos paramilitares, es exactamente proporcional al miedo que tienen a dejar el poder. Uno inspira al otro: su ideal sería que viviésemos aterrados, desde el mismo momento cuando abrimos los ojos en la mañana hasta que nos toque cerrarlos. Pero el miedo de ellos crece y el de nosotros se reduce. Por eso, las marchas y plantones no pueden ser un fin en sí mismo, su razón de ser no solo es demostrar que no tenemos miedo: su utilidad final, la causa final dirían los griegos, es lo que puedan aportar a la resolución pacífica del conflicto.