Discurso de Incorporación a la Academia de Historia del Estado Carabobo, por Antonio Ecarri Bolívar

Discurso de Incorporación a la Academia de Historia del Estado Carabobo, por Antonio Ecarri Bolívar

Ciudadano Dr. Carlos Guillermo Cruz, Presidente de la Academia de Historia, Capítulo Carabobo y demás integrantes de la Junta Directiva, honorables individuos de número y correspondientes de esta Institución; etc, etc. Señoras y Señores:

Para un valenciano y carabobeño, como yo, resulta un alto honor el que se haya considerado mi nombre para ser miembro correspondiente de esta insigne Institución. Aunque estimo que la Academia de Historia de Carabobo es más que eso, más que una simple institución, porque ella misma es historia viva. El hecho de que su sede permanente sea la Casa de la Estrella, lugar donde sesionó el Congreso venezolano de 1830, cuando nació Venezuela, confirma esa apreciación.

Sentarme a debatir sobre nuestro pasado y presente histórico con los más destacados historiadores de la región, en ese augusto recinto, va a satisfacer todas mis ambiciones de carabobeño, admirador de las gestas heroicas que se celebraron en este estado: la primera y segunda batallas de Carabobo, donde triunfaron los patriotas contra los colonizadores que nos gobernaron por 300 años y donde se selló la independencia, para que nueve años después se creara, en este mismo espacio geográfico de la patria, nuestra actual República de Venezuela son, sin lugar a dudas, hechos históricos que nos hacen sentir el orgullo de ser carabobeños. Y es que como dijera nuestro gran historiador carabobeño, Francisco González Guinán- citado por el profesor Luis Succato en su biografía- “El que no ama la región donde nació, reniega de su propia existencia”.

En estas palabras, de incorporación a la Academia, creo tener el deber de presentarles algunas ideas que forman parte de mis convicciones sobre las graves distorsiones, que han estado aconteciendo con la gloriosa historia de nuestra nación para abolirla. Por ello he titulado esta intervención como:

El abuso manipulador y distorsionante de nuestra história

Viene a cuento, esta afirmación sobre las distorsiones y manipulación de la historia, porque en todos los trabajos que relaten los hechos del pasado y presente venezolanos, nuestro principal deber intelectual es desenmascarar a quienes quieren tergiversarla para aviesos propósitos de dominación. Todo el mito de los héroes infalibles, del pensamiento inconmovible del Libertador, su ideario como recetario para resolver todos los problemas presentes, vienen de una tergiversación de la historia: desde Guzmán Blanco hasta nuestros días, cuando se ha intentado potenciarlo hasta el paroxismo.

En relación a las distorsiones históricas o, peor aún, la abolición de la historia ya lo alertaba el historiador  venezolano Manuel Caballero, en una de sus últimas entrevistas concedida:

“Una cosa es adulterar la historia, algo habitual en todos los regímenes (y hasta en los individuos) que tratan de maquillarla, de buena o mala fe, para presentarse con un mejor rostro en la posteridad. Y otra cosa es «abolir la historia», un propósito muy particular de los regímenes totalitarios cuyo fin es dominar no sólo el aparato del Estado, sino la sociedad y sus conciencias. Pocas veces hemos visto descrito con más vivos colores la empresa que todo fascismo, todo totalitarismo, todo militarismo, emprende con su pueblo: reducirlo al estado de niñez mental. Acríticos, sumisos si bien llorones, obedientes al Padre Protector, crueles y despiadados. Sobre todo, como no tienen historia, no tienen por qué recordarla; están entonces, diría Santayana, obligados a repetirla. ¿Será necesario ejemplarizar cómo ese proceso se está dando cada día más aceleradamente en Venezuela? No lo creo”.

Germán Carrera Damas en su libro La Independencia Cuestionada confirma lo dicho por Caballero:

(…) Se han abierto operaciones contra el pasado colonial, so pretexto de exaltar al contribuyente indígena de lo criollo. Mientras eso ocurría, el culto a Bolívar ha sido zarandeado cambiándolo, como nunca antes, de ser un culto del pueblo en un culto para el pueblo; es decir, para amarrar a los venezolanos ideológica y espiritualmente. En tiempos más recientes, se viene lanzando un ataque contra la realización que resume la nacionalidad, es decir, la independencia heroicamente conquistada. Para este fin se nos quiere hacer creer que nada significativo ni perdurable produjo, y que, en cambio, venturoso habría sido el saldo si, como acaba de decirse en el Teatro Carlos Marx, de La Habana, Simón Bolívar hubiese vivido lo suficiente para hacerse socialista; y si Antonio José de Sucre no hubiese sido asesinado por una CIA primitiva entre cuyos agentes sobresalió Francisco de Paula Santander (…)

(…) Antonio Guzmán Blanco intentó hacer de Simón Bolívar el patrono de su liberalismo autoritario, pero no negando el valor de su obra, sino presentándose como realizador de su porción inconclusa. Juan Vicente Gómez quiso hacer de la gloria de Simón Bolívar un regulador político de la sociedad que la volviese dócil, pero en medio de una casi enfermiza exaltación de su figura histórica y de su obra. Eleazar López Contreras hizo del culto a Bolívar un asunto de Estado, en el intento de convertirlo en muro de contención de las ideas disolventes que atentaban contra su obra gloriosa. El naciente régimen democrático se presentó inicialmente como la segunda independencia: ignorando u olvidando estratégicamente, la ninguna inclinación democrática de Simón Bolívar; pero reconociéndole a su obra la más alta significación. En suma, en todos los casos mencionados no se intentó demoler el pasado histórico sino aprovecharlo con la pretensión de continuarlo, completarlo o enmendarlo.

Es radicalmente diferente la naturaleza de la conspiración ideológica que hoy se adelanta. Se trabaja en la demolición de la conciencia histórica del venezolano para volverlo presa de una conspiración de lavado de cerebro como la practicada, en su más reciente versión, por la dictadura castrista. Allí también se comenzó por la descalificación del pasado republicano, y se ha desembocado en un pantano seudo historicista en el que se obliga a chapotear a una sociedad que no solo pareciera no venir de ninguna parte sino que no se la conduce a parte alguna.

En ese camino tortuoso por abolir la historia también hay un empeño, digno de mejor causa de nuestra historiografía, de exaltar a nuestros héroes militares en desmedro de los civiles. Don Mariano Picón Salas, aquel gran historiador y pensador del siglo XX venezolano,  nos explica el valor que tuvo el acompañamiento militar en la gesta de la independencia, pero sin desconocer a los héroes civiles. Oigamos:

Pero en el drama de voluntad y energía triunfante en que culminó, mucho más allá de Caracas, la Independencia venezolana, Bolívar estuvo acompañado por toda una legión de libertadores. De Miranda a Sucre, pasando por Páez, Urdaneta, Anzoátegui, Mariño, Bermúdez, ¡qué variedad de tipos y temperamentos! Los historiadores de nuestro Romanticismo, para entender su acción, los comparan con los héroes de la mitología y de las epopeyas clásicas y medievales. Si, como en el cuadro de Tovar y Tovar, Miranda ya es el viejo Néstor de la Independencia, precursor, padre y consejero de una idea que ha de pagar con cautiverio y la muerte, Páez parece, alternativamente, el Hércules y el Aquiles, así como Sucre el Rolando o el Caballero sin tacha. En duros versos de canción de gesta. (…) Y también los héroes civiles, aquellos con quienes quiso Bolívar edificar la utopía de su “Poder Moral”. De Sanz y Roscio a Gual, pasando por Palacio Fajardo, Revenga o Francisco Javier Yanes, el movimiento de Independencia inspirará a estos hombres de gran sosiego que en medio del fragor de la guerra ayudan a crear relaciones exteriores, la hacienda, la administración y las leyes de las Repúblicas que estaban naciendo. Algunos mueren con tanta nobleza y pundonor como Miguel José Sanz en el desastre de Urica.

Allá don Mariano con sus exagerados ditirambos sobre nuestros líderes emancipadores, pues ha sido inveterado criterio de nuestros historiadores llevar al Olimpo y comparar a esos hombres magníficos, pero hombres al fin y al cabo, como héroes mitológicos. Sin embargo, lo traemos en nuestro auxilio para relievar que Picón Salas, también reconoce las figuras señeras de nuestros líderes civiles. Si bien los primeros nos dieron independencia, los otros nos legaron instituciones lo que no es poca cosa como para ignorarlos, convertirlos en simples subordinados de los primeros y, cuando no calumniados, para exaltar aún más si se puede la heroicidad militar.

Por eso es pertinente denunciar esa manipulación histórica que termina por hacer caricaturas de nuestros héroes civiles e incluso de José Antonio Páez, siendo militar, solo con el avieso propósito de presentar a los venezolanos como anti bolivarianos y a los neogranadinos en posición contraria, cuando las cosas ocurrieron de manera diferente a esa historia totalmente desfigurada.

El profesor y Doctor en Historia: Napoléon Franceschi González, en su estudio El Culto a los Héroes y la Formación de la Nación venezolana, al formular su hipótesis de investigación, hace una afirmación que compartimos:

Entendiendo que es necesario enunciar esa proposición que sirve de “hilo conductor para organizar las investigaciones”, según George Lefebvre, sostenemos que el culto a los héroes realizado en la Venezuela del siglo XIX (y que pueden estudiarse a través de los innumerables textos histórico-literarios y de las ceremonias y conmemoraciones debidamente documentadas) fue uno de los más importantes factores que coadyuvaron a la consolidación de la nación venezolana, que se abrió paso como nuevo Estado nacional, en Hispanoamérica, después de haber culminado las guerras de independencia y el proceso de separación de Colombia en 1830. Tal culto heroico fue un importante sucedáneo histórico  para quienes dirigieron la nación y en el cual pretendieron echar un manto de olvido al pasado colonial hispano, al período gran colombiano y al carácter de guerra civil que tuvo el proceso emancipador, así como enfrentar un presente lleno de carencias en términos económico-sociales.

Ciertamente echar un manto de olvido a nuestro pasado colonial también es otro despropósito anti histórico, pues para algunos parece que nuestra historia nace con la independencia, como si nuestros libertadores hubiesen aparecido por generación espontánea y no lo que realmente fueron: herederos ab intestato de nuestros primeros pobladores, pero no menos hijos de nuestros conquistadores. Buena parte de nuestra historiografía se basa en la “leyenda negra” de un pasado más oscuro aún, si cabe, que precedió a la era luminosa de la independencia.

Entonces, más bien, deberíamos seguir el consejo de uno de nuestros pensadores patrio, Mario Briceño Iragorri, quien con su poética prosa y en bella síntesis nos quiere advertir cuál es nuestro deber frente a la Colonia:

(…) Convertir nuestros ojos, no a los desalmados salteadores sin corazón y sin progenie, sino a las expediciones que, cubiertas de regios mandatos, vinieron a correr la tierra y a fundar en ella las futuras ciudades. Ellos traen la espada que destruye y también la balanza de la justicia: con el tesorero viene el predicador; con el férreo soldado, la soñadora castellana; con el verdugo, el poeta y el cronista. Viene el hogar nuevo, la familia que será raíz de frondoso árbol. Los indios los acechan desde los montes cercanos a la desierta playa. Es de noche y el frugal refrigerio reclama el calor de la lumbre: para evitar el retardo de los frotes del pedernal, un marinero corre a la vecina carabela y de ella trae, cual Prometeo marino, el fuego que arde e ilumina. Ya, como en un rito védico, Agni impera en la nueva tierra y un canto de esperanza hinche el corazón de los hombres extraños, hechos al dolor y a la aventura. Y aquel fuego casi sagrado que caldeará durante siglos el hogar de los colonos y alumbrará las vigilias de la Patria nueva, ha venido de España, en los fondos de los barcos, por el camino de los cisnes, como los normandos llamaban al mar.

Mucho más adelante concluye Briceño como colofón a lo antes dicho:

La mejor generación de la República venía de atrás, de las “tinieblas” coloniales, y si ella se presentó en el plano del tiempo portando en la robusta diestra antorcha refulgente, necesario es proclamar que no fue noche aquel calumniado período, y que los actores que sobre empinado coturno representaron en el teatro de la Historia la escena perdurable de nuestra Independencia política, ni eran movidos por hilos de farsa, ni repetían lánguidos dictados de apuntador, sino discurso de viril contextura aprendido en la severas aulas coloniales. Y aunque lo quieran los historialistas románticos, al pie de sus efigies sería impropia la sátira de Horacio:

                   …os mueven cual sus figuras

                    mueven los titiriteros.

También creemos que ese pasado ha sido distorsionado, al tergiversar muchas de las realizaciones y gestas heroicas, que aún siendo de relieve e importancia continental –sobre todo la lucha independentista de Bolívar por toda la América del Sur- no era necesario disminuir a los próceres civiles para aumentar el valor y la importancia de los militares. Creemos que las criticas demoledoras de nuestros historiadores dirigidas hacia hombres como Miguel Peña, por ejemplo, han sido exageradas y desconsideradas, todo como una manera de exaltar aún más, si cabe, la figura de Bolívar que nunca necesitó de estos alabarderos para brillar con luz propia en la historia hispanoamericana.

Recordemos, de nuevo, a Briceño Iragorri con su fina pluma:

Hemos vivido de la Historia en una necrofagia intoxicante. Hemos creído que los héroes de la guerra magna lo hicieron todo por nosotros y que con la gloria que ellos ganaron para nuestros anales tenemos de sobra para cubrir la desnudez de nuestros actos presentes. De nuestra Historia humana hemos hecho una especie de Historia Sagrada, cuyas figuras intentamos invocar en nuestro auxilio cada vez que queremos disculparnos ante el mundo. Patriotismo falso y encleque que a la postre desvirtúa el propio sentido ejemplar y presente de la Historia”.

Hemos olvidado, casi por completo, a nuestro procerato cívico. Mientras exaltamos a los héroes militares, muchos de los cuales merecen loas por sus sacrificios por toda la nación, como Bolívar, Sucre o Urdaneta; no hay derecho, sin embargo, que olvidemos a Miguel Peña, como tampoco a Andrés Bello, José María Vargas, Miguel José Sanz, Cristóbal Mendoza, Antonio Nicolás Briceño, Francisco Javier Yánez, Ramón Ignacio Méndez, Felipe Fermín Paúl, Juan Germán Roscio, José Rafael Revenga, Fernando Peñalver, Andrés Narvarte y, tantos otros, que nos legaron aquellas instituciones republicanas que, aún hoy, nos defienden contra aspiraciones totalitarias o de pensamiento único.  

Sin duda hubo militares notables y ejemplares, como son los casos de Simón Bolívar y  el General Rafael Urdaneta, pues al decir de Rómulo Betancourt, en su significativa obra, Hombres y Villanos, sobre Bolívar:

(…) ¿Qué esfuerzo hemos realizado los venezolanos para hacerle comprender al mundo que en Simón Bolívar tuvo la revolución democrática el más esclarecido de sus conductores y la América híbrida su más lograda realización humana? Muy poco hemos hecho, por no decir nada. Los historiadores profesantes del fariseísmo bolivariano no han ido más allá de la mediocre y amazacotada acumulación de ditirambos, de fechas, de anecdóticas narraciones. Pero no han sido capaces de ahondar en la psicología del venezolano impar, ni mucho menos de enjuiciar la obra de Bolívar en función del medio social y del momento histórico en que le correspondió actuar. Simón Bolívar, aún cuando esta afirmación le escueza a ciertos “bolivarianos”, es un genio en espera de su biógrafo.

Ahora Betancourt se refiere al general Urdaneta:

Digna de ser esculpida a golpe de buril sobre material noble, es la representación que el 16 de octubre de 1839, elevó hasta el Presidente de la República el prócer Rafael Urdaneta, General en Jefe del Ejército Nacional y Secretario para ese momento del Despacho de Guerra y Marina. En ese documento el héroe solicita de la patria “una pensión de inválido”. Ya en la declinación de su vida, apagada casi la luz de los ojos, temblorosa de senectud la mano que empuñó firmemente la espada de los libertadores, se encuentra “sin más riqueza que la honra”. Y apela entonces no a la munificencia de los hombres de gobierno con los dineros públicos, sino que decorosa, admirablemente, se acoge a la disposición legal que pensiona a los militares que se encuentran “en la imposibilidad de procurar la subsistencia”. En las escuelas venezolanas debiera ser esta página gloriosa de obligada lectura diaria, para que quedara plasmada en la memoria de las promociones futuras del país. En los despachos ministeriales, en las oficinas públicas, debiera exhibirse en forma permanente, en letras relievadas, una hoja mural contentiva del admirable documento. Porque la mejor obra de Rafael Urdaneta, la de mayor vigencia y actualidad, no fue la que compiló en las jornadas heroicas de la guerra, ni en el ejercicio de funciones administrativas en la Venezuela liberada. Lo imperecedero de su vida de hombre público es esa honradez preclara, con que se comportaba siempre y que lo condujo, en el declinar de su existencia, a no disponer de “más riqueza que la honra”.

Con esta referencia de Betancourt, hemos querido dejar constancia de nuestro  reconocimiento a la  existencia de héroes militares cuya conducta debe ser destacada, eso es indudable, pero de allí a idolatrarlos y ni siquiera  reconocer errores en toda su existencia sería, indudablemente, un despropósito en que ha incurrido buena parte de la historiografía nacional.

También se pronuncia, cómo no, contra la adoración exagerada de la figura de nuestro Libertador, José Rafael Pocaterra en su magnífica obra Memorias de un venezolano de la Decadencia, cuando critica el afán de algunos intelectuales de deshumanizar a Simón Bolívar. Oigamos al escritor valenciano: 

Parece ser que la generalidad de los letrados, de mi país, no sabe rendir la discreta admiración que dentro del sentido de las proporciones destaca las egregias figuras por encima de la vulgaridad fatal a que les condena la acción… Sacan de su base la estatua, la ponen a danzar en una mesa de procesión de aldea, con coronas barrocas, pronuncian discursos y dispa­ran fuegos artificiales. La aguda ironía que inspiró la carta del Liberta­dor a Olmedo después del “Canto a Junín” dijérase que presentía esta desaforada verborrea en que le iban a traer de aquí́ para allá́, con la espada de Boyacá́ convertida en matraca y los laureles de Carabobo en castañuelas por entre el rumor de pezuñas, de este rebaño inmundo, para estar haciendo grandes frases sonoras, ayer a Guzmán de levita y guantes, hoy a Castro de liquilique y peinilla.

Si alguien dudara de la grandeza auténtica del Libertador, bastaría a convencerle la indiferencia con que se yergue a través de las edades; la misma del Ávila abuelo, embozado en la niebla más alta y bajo las más excelsas constelaciones, mientras van por su falda, camino del cortijo, las recuas del tráfago diario…

Bolívar es tan grande que ha logrado permanecer inaccesible a los desacatos miserables que cometen sus criaturas, desde Caracas hasta el Desaguadero.

Tiene razón Pocaterra, es que el mismísimo Libertador aborrecía esos ditirambos que se utilizaban, incluso desde su época, para exaltar indebidamente a los héroes de nuestra gesta independentista. En efecto, vamos a ver lo que le decía Bolívar a José Joaquín Olmedo, con la más fina ironía, desde el Cuzco el 27 de junio de 1825, para reconvenir con delicadeza a su amigo, quien lo elogiaba en demasía a él y a los demás compañeros de gesta del Libertador, en poema épico, todo lo cual corrobora lo afirmado por Pocaterra:

         Señor José Joaquín Olmedo.

         Querido amigo:

Hace muy pocos días que recibí en el camino dos cartas de usted y un poema: las cartas son de un político y un poeta, pero el poema es de un Apolo. Todos los calores de la zona tórrida, todos los fuegos de Junín y Ayacucho, todos los rayos del Padre de Manco Capac, no han producido jamás una inflamación más intensa en la mente de un mortal. Vd. dispara…donde no se ha disparado un tiro; Vd. abrasa la tierra con las ascuas del eje y de las ruedas de un carro de Aquiles que no rodó jamás en Junín; Vd. se hace dueño de todos los personajes: de mí, forma un Jupiter; de Sucre un Marte; de La Mar un Agamenón y un Menelao de Córdoba, un Aquiles de Necochea, un Patroclo y un Ayax; de Miller un Diomedes, y de Lara un Ulises. Todos tenemos nuestra sombra divina o heroica que nos cubre con sus alas de protección como ángeles guardianes. Vd. nos hace a su modo poético y fantástico; y para continuar en el país de la poesía, la ficción y la fábula, Vd. nos eleva con su deidad mentirosa, como el águila de Júpiter levantó a los cielos a la tortuga para dejarla caer sobre una roca que le rompiese sus miembros rastreros: Vd. pues nos ha sublimado tanto que nos ha precipitado al abismo de la nada, cubriendo con inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes. Así, amigo mío, Vd. nos ha pulverizado con los rayos de su Júpiter, con la espada de su Marte, con el cetro de su Agamenón, con la lanza de su Aquiles, y con la sabiduría de su Ulises. Si yo no fuese tan bueno y Vd. no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que Vd. había querido hacer una parodia de la Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa. Mas no, no lo creo, Vd. es poeta y sabe bien, como Bonaparte, que de lo heroico a lo ridículo no hay más que un paso, y que Manolo y el Cid son hermanos, aunque hijos de distintos padres. Un americano leerá el poema de Vd. como un canto de Homero; y un español lo leerá como un canto del “Facistol” de Boileau* (…).

Valga el paréntesis para explicarles que el tal Nicolás Boileau, al que se refiere Bolívar era uno de los más famosos poetas franceses del siglo XVII, cuyo poema satírico Facistol se hizo famoso por la manera de ridiculizar a los actores políticos de su tiempo.

Pues bien, esta carta del Libertador es demostrativa de ingenio, cultura, modestia y la revelación de una humildad que lo hacía refractario a la adulancia. Todo lo dicho a su dilecto amigo, a quien apreciaba de veras, lo describe con una donosura y sutileza que también habla del terror que le tenía Bolívar a perder el sentido del ridículo.

Señores académicos, señoras y señores, me permito informarles que en los próximos días voy a tener la dicha de presentar a la consideración de los lectores, de todos ustedes, un trabajo que titulo Miguel Peña y La Cosiata. Relectura de una controversia histórica.

Allí planteo, como lo dice su título, una relectura de un tema que ha venido siendo distorsionado por las razones ya expuestas, de manipulación de nuestro pasado histórico. Hablo, entonces, de La Cosiata y los problemas reales, que no imaginarios, que se presentaron entre las augustas y contradictorias personalidades de Simón Bolívar, José Antonio Páez, Miguel Peña y las relaciones entre ellos y Francisco de Paula Santander, a propósito de la Gran Colombia y la separación definitiva de aquella gran Nación.

Allí no vamos a incurrir, en el mismo error que criticamos a los biógrafos de nuestros héroes, quienes no les encuentran defectos convirtiéndoles en deidades que nunca fueron, porque al ser  seres humanos, obviamente, les está vedado cualquier consideración celestial. Sin embargo, tampoco debemos imaginar que los errores cometidos por ellos, pocos o muchos, deben servir de condena absoluta y sin apelación posible, porque estos criterios nuestros, en el siglo XXI, distan mucho de ser objetivos cuando se trata de estudiar actitudes de las costumbres de nuestros antepasados de hace más de dos siglos, muchas de cuyas conductas debemos disculpar como lo hacemos con nuestros propios defectos.

Como mejor lo dice, es ese otro historiador de prestigio que es Don Augusto Mijares, en su obra El Libertador Simón Bolívar. Historia General de América, al afirmar:

Hoy se pide a los biógrafos con impertinente frecuencia que deben humanizar a sus héroes; pero humanizarlos no debe ser solamente estar al acecho de sus debilidades o errores, sino también disculparlos con los mismos argumentos que son válidos para los demás hombres. Todos pretendemos que nuestros actos, si son “explicables”, se consideren lícitos y disculpables. ¿Por qué no juzgar con el mismo criterio humano a los grandes hombres, y considerar que ellos también pueden proceder por los arrebatos de confusión, cólera, temor o precipitación que hacen a los otros hombres irresponsables?

Es también pertinente lo dicho, sobre la innecesaria idealización de nuestros héroes, por el historiador colombiano Laureano Gómez, quien afirma con donosura en su obra El Mito de Santander, lo siguiente:

Honrar a los padres y fundadores de la patria es obligación de los pueblos. Quienes la olvidan se envilecen. Más para que el homenaje sea educativo y moralizador, debe hacerse con discernimiento. Pero sus errores y faltas no se justifican por su condición procera, ni resultan absueltos por el simple correr de los años…Solo la vida de los santos pueden presentarse a la admiración de los jóvenes.

Nuestra aspiración, en ese trabajo y en mis próximas actividades dentro de esta augusta Academia de la Historia del estado Carabobo, es reivindicar la verdadera historia de las relaciones entre Miguel Peña y Simón Bolívar, también las de Páez y Santander, para desmentir la perversa matriz de opinión, por falsa, de que la división de la Gran Colombia fue una especie de maniobra siniestra y  de baja estofa, urdida por Peña con la ayuda de José Antonio Páez o viceversa desde Valencia.

Los documentos que transcribiremos hablarán por nosotros. Y lo harán porque la vida de los hombres públicos cambia como cambian sus posiciones de poder, como una noria; y un caso emblemático nos lo narra magistralmente el Dr. Adolfo Blonval López en su obra Páez de Guerrillero a Magistrado y Legislador, y lo que ocurrió en el transcurso de la vida política del héroe llanero:

Dos decretos y una resolución van a ser esclarecedores: el 14 de Mayo de 1836  proclaman al General José Antonio Páez como Ciudadano Esclarecido. El segundo, de 25 de marzo de 1850, lo declara traidor y lo expulsa perpetuamente del territorio de la República; y la tercera, de 15 de julio de 1858, “abroga y condena como inicuos todos los actos públicos que desde el año 1848 han tenido por objeto despojar al general José Antonio Páez, de sus grados, títulos y condecoraciones y mancillar su merecida fama”. Tres actos del mismo pueblo, representado por su misma gente: el Congreso Nacional y la Convención Nacional.

Así es la política, así es Venezuela.   

En ese trabajo a que me refiero y que presentaré a ustedes, el lector pudiera desorientarse ante las diversas y complejas situaciones que se narran, pero a pesar de la variedad de asuntos hay hilos conductores que permiten reencontrar el camino, entre ellos: las relaciones entre Simón Bolívar y Miguel Peña desde 1811 hasta la muerte del primero de ellos; las vinculaciones de José Antonio Páez con los dos próceres anteriormente mencionados y con su rival político Francisco de Paula Santander; los hechos que comenzaron a agrietar las relaciones entre venezolanos y neogranadinos: desde el juicio al Coronel Leonardo Infante y la consecuente suspensión de Miguel Peña como Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Gran Colombia, por su vertical conducta frente a ese hecho, hasta el intento de procesar en Bogotá a José Antonio Páez y la reacción venezolana conocida como La Cosiata. Este movimiento protestatario será desarrollado y comentado, en extenso, por su trascendencia e influencia (no determinante) en la separación posterior de la Gran Colombia. Finalmente, se concluye con la definitiva constitución  de Venezuela como nación soberana y la determinante, ahora sí, participación de José Antonio Páez y Miguel Peña en la nueva República independiente. Toda una manera de ponernos en sintonía con todos aquellos historiadores que aspiran luchar contra la distorsión y abolición de nuestra historia.

No debo finalizar estas palabras, de incorporación a esta Academia sin recordar a mis inolvidables maestros de historia elemental que sembraron en mí mente, infantil y juvenil, el amor por esta noble actividad humana: mi padre, Antonio Ecarri Suhr, quien conocía tanto nuestra historia que me narraba la Batalla de Carabobo, allá, en el mismo sitio de la confrontación y me indicaba con certeza dónde se encontraba Bolívar dirigiendo la lucha, la disposición de los batallones en sus respectivas posiciones, el famoso grito de pie en tierra de la Legión Británica, la incursión de Páez por la Pica de la Mona y demás detalles de esa gesta, con una emoción como si hubiese participado en ella. También mi agradecimiento a los insignes profesores Raúl Villarroel y Alfonso Betancourt, quienes en el Liceo me enseñaron a estudiarla de manera objetiva y crítica, sin colocar a nuestros héroes en nichos celestiales, sino en todo el esplendor de su hermosísima humanidad contradictoria, como debe ser. De ellos aprendí el amor por nuestra ciencia, a ellos debo gratitud eterna.

Ahora bien, señores académicos, si con la decisión de ustedes de incorporarme a esta ilustre institución, colaboro en algo y en la medida de mis fuerzas, con ese loable propósito de no permitir la abolición ni la distorsión de nuestra verdadera Historia, no quedaremos, ni ustedes ni yo, en deuda insoluta con los padres fundadores, militares y civiles, de nuestra nacionalidad, de nuestra vida republicana y de nuestra democracia hoy amenazada. Dios mediante.

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