Emigrantes y revolucionarios, por Ricardo Bello

Emigrantes y revolucionarios, por Ricardo Bello

Ricardo Bello.- Por primera vez en su vida, esta República del odio, del cansancio y la desesperación, piensa colectivamente en la necesidad de emigrar. Nos están corriendo, conscientemente o por carambola. Tantos de nosotros han emigrado que ya no es difícil pensar también en salir corriendo. Conozco padres de familia de todos los estratos sociales, pobres, ricos y desempleados, con hijos en el exterior. La estructura misma de la familia, los vínculos que nos unen, han sido destruidos y vueltos a construir siguiendo el esquema de millones de personas que se han ido. Las redes sociales han sustituido el abrazo y el contacto físico. La verdadera, la única Revolución, las más radical de todas, no es el comunismo, ni el capitalismo o cualquier otro “ismo” que se nos antoje imaginar, es la emigración.

Más radical que inscribirse en el Partido Comunista de Venezuela, la más antigua de las organizaciones políticas del país, hoy convertido en un partido del status, corresponsable de haber arruinado la nación, o pedir el carnet de Acción Democrática o Voluntad Popular y luchar por el país, es mandarlos a todos al carajo y encaminarse al aeropuerto. Más radicales fueron los cubanos que decidieron irse a Miami cuando llegó Fidel Castro que los del Movimiento 26 de julio, deambulando y expropiando casas por El Vedado. Más valientes y decididos son los que viajaron y construirán su vida afuera que los que decidimos quedarnos, tapándonos los ojos sin poder salir o con alguna vaga esperanza, como diría un poeta romántico. Ayer terminé de leer un libro seleccionado entre los mejores diez del año por The New York Times: Exit West, del escritor paquistaní Mohsin Hamid, cuyo título pudiera traducirse como Salida al oeste, que me hizo experimentar en carne propia, la soledad y el frío padecido por esas familias exiladas en años recientes. Un libro relativamente corto, con menos de doscientas páginas, pero capaz de azotarlo a uno de madrugada con las imágenes que experimentaron cualquiera de ellos en el exterior. Lo terminamos en la madrugada, sin poder conciliar el sueño antes de finalizar la lectura.

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Afortunadamente no es el caso de nuestros hijos, pero sí el de setenta millones de emigrantes forzados que huyeron de la violencia y el caos social. Exit West narra la historia de una pareja de musulmanes en un país en guerra, parece Siria, pero pudiera ser cualquier otro país africano o del Medio Oriente, donde un dictador combate militarmente a una oposición decidida a enfrentarlo, con o sin ayuda de los fundamentalistas. Y cuando la situación se hace imposible de aguantar, empiezan a aparecer puertas, mágicas diríamos, que funcionan como vasos comunicantes con el resto del mundo. Uno las cruza y termina en una playa de Grecia o en Chile, en San Francisco o en Inglaterra, sin saber bien a donde conduce cada una. El mundo está interconectado y las poblaciones locales se organizan para enfrentar esa emigración masiva que disloca sociedades y destruye cualquier noción de identidad demográfica o cultural. Ya conocíamos de Mohsin Hamid su novela El fundamentalista reacio y su libro de ensayos y crónicas El descontento y sus civilizaciones. Es un escritor que ha experimentado la brutalidad de la globalización: nació en Paquistán, se crió en los Estados Unidos, hizo estudios de Doctorado en Princeton y estaba en Nueva York durante los ataques a las Torres Gemelas en el 2001 y luego en Londres en el 2005, cuando unos talibanes atacaron el Transporte público. Pero también estudió ficción literaria con escritores de la talla de Joyce Carol Oates y Toni Morrison y esto lo vuelve un testigo de excepción para mostrarnos una nueva dimensión de la globalización.

La guerra contra el terror ha identificado su verdadero enemigo, es el pluralismo. En el fondo, opina Hamid, la globalización, esas puertas que se han abierto y permiten el movimiento masivo de poblaciones en todas las direcciones, del sur al norte y del norte aún más al norte, ha desatado una reacción contra los inmigrantes. Los muros que se levantan son más grandes y altos que el de Berlín. Son paredes de concreto armado, como en Palestina o de alambre púa como en la frontera mexicana, y hasta invisibles como los decretos presidenciales de Trump y la amenaza de organizaciones políticas nacionalistas de extrema derecha en Europa. Esta reacción ideológica de los países desarrollados es una ficción, por supuesto, una ilusión jurídica o cultural construida arbitrariamente para detener el flujo migratorio en fronteras movedizas que estas mismas naciones crearon años atrás para beneficio propio. Ya no son convenientes y se hace preciso congelarlas. Pero todo cambia, ahora hay soldados norteamericanos que profesan la fe islámica peleando en Afganistán y centroamericanos con dos o más generaciones viviendo en los Estados Unidos, que todavía se consideran latinoamericanos. Las civilizaciones son ilusiones, pero como también, recuerda Mohsin Hamid, peligrosas y brutales. Así como pueden defender el libre comercio y la democracia, se vuelven intolerantes ante el velo o cualquier diferencia cultural que identifiquen como extranjera. En el fondo, todos somos inmigrantes y extranjeros en nuestra propia tierra. Dios nos agarre confesados.

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