Retrato de un estadista, por Andrés della Chiesa

Retrato de un estadista, por Andrés della Chiesa

Sabemos que nace en Zea, estado Mérida, el 14 de junio de 1898. Es el tercer hijo de Giuseppe y de María, una pareja de inmigrantes toscanos que habían llegado al país seis años antes, huyendo de una terrible epidemia de filoxera. Su padre, consciente quizás del potencial nato y de la grandeza subyacente en el corazón lozano de su hijo, le pone muy pronto bajo la tutela de un tachirense eminente, don Félix Román Duque, maestro de maestros. En 1914 se va a probar suerte a Mérida. Allí conoce a Mariano Picón Salas, su nuevo condiscípulo, y a Tulio Febres Cordero, su nuevo preceptor. Reúne para ese entonces dieciséis años y de su mente ya brota un caudal enorme de imaginación y de talento. Caudal que de a poco se desparrama en una escritura abultada, en un primer texto literario —El tipo criminal nato ante la sana filosofía— y en intensas reflexiones sobre temas tan diversos como la agricultura, la economía, la sociología y la estadística. En 1918 parte a Caracas, buscando coronar su intelecto con los arduos saberes del Derecho. Y acá sucede algo curioso, porque si bien no logra conquistar la carrera, sí que conquista el interés de otro gran venezolano: Esteban Gil Borges, Canciller de la República.

Gracias a este encuentro, en 1921, se convierte en flamante cónsul de Venezuela en Ginebra, y tan sólo unos meses después, en secretario de legación ante la Segunda Asamblea de la Sociedad de Naciones. A su lado están Diógenes Escalante, Santiago Key Ayala y Carracciolo Parra Pérez, personajes del más alto calibre intelectual y diplomático, con quienes se apercibe de las contingencias de la guerra y de la vulnerable situación económica europea. Y por debajo, entre los nobles mármoles del Palais Wilson, están los discursos estridentes del rumano Titulescu, la poética encendida del alemán Stresemann y el verbo contagioso de Briand, el francés. Hablan de credos y de destinos, de uniones y de sueños, de la esterilidad de los conflictos y de la necesidad de los acuerdos. Pero sucede que los sueños de la política son tan sólo una parte de la política. Lo demás es acción y es movimiento. Cosa que, por los resultados, por el trágico final con que se coronó aquella noble empresa de la Sociedad de las Naciones, parecieran no haber entendido del todo estos europeos eminentes.

Para 1925 se desplaza a Londres. Han concluido sus labores consulares, aunque sigue trabajando codo a codo con el insigne doctor Parra Pérez, con quien comparte el descubrimiento de La Colombeia, el extenso y absolutamente inestimable archivo de Miranda. Después, impelido por Gil Borges, regresa a América y se establece en Washington, como Jefe de la División de Cooperación Agrícola de la Unión Panamericana —lo que hoy conocemos como la OEA—. Es éste un período memorable y fértil para su escritura, en donde concibe numerosas ensayos y entabla largas conversaciones epistolares con sus amigos en Caracas, Mérida, Londres y Santiago.

Se detiene entonces a meditar, a cavilar en torno a las promisorias bondades del suelo nacional, transformado de pronto en tábula rasa, en superficie presta para el desarrollo de la inmigración, de la agricultura, de la sanidad, y claro está, de la economía y de la política modernas. Desde su modesta oficina en la Avenida Constitución, se pliega a la tesis de quienes piensan que el conocimiento es la mejor herramienta contra el atraso, la injusticia, la miseria y el hambre. Y al plegarse de esa manera no cae en sectarismos, ni disputas, ni pequeñeces ideológicas de ningún tipo. Más bien piensa en el mañana, en el logro manifiesto del país posible y en el ascenso definitivo del alma venezolana.

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Cinco años después, en 1930, regresa a Zea para dedicarse al laboreo, y su universo se reduce, por un tiempo breve, a los confines de un huerto, a un surco sobre la tierra y a una semilla tostada de café amargo. Es éste el lustro gris y desganado que precede a la muerte del Benemérito, a lo cual seguirán la lenta agonía del diecisiete, la asunción del general López Contreras y un nuevo llamado al servicio público. Estamos en 1936, y en menos de seis meses todo ese universo de energía latente, toda esa magnanimidad contenida en un solo punto, terminará desbordándose en el ambicioso Programa de Febrero.

Poco después, la mañana del 10 de agosto de 1936, es hallado exánime en su estudio. La exquisita, limpia y delicada muerte de los genios le ha sorprendido ensayando verbos bajo la cúpula celeste del Majestic. Es el final de una vida prodigiosa, de una existencia nutrida y ejemplar, llena de ideas, de anhelos, de empeños y de preguntas. Allá, a lo lejos, sobre una modesta colina merideña, ha quedado la casita noble de los años mozos, con sus correrías y sus recuerdos de zaguán. Y acá, en Caracas, el nombre acompasado del secretario, del cónsul, del delegado y del ministro, diluyéndose de a poco en el doblez de una libreta: Alberto Rómulo Adriani Mazzei.

La muerte, por supuesto, no significa nada cuando la obra es pura, y en el caso de Adriani, basta con leer el párrafo siguiente para intuir la actualidad en sus palabras: “El día en que Venezuela tenga hombres que sean mejores católicos, mejores agricultores, mejores comerciantes, mejores industriales, mejores médicos, etc., es dado esperar que tenga también mejores gobernantes. Lo que importa es cambiar esta Venezuela de hoy por otra Venezuela, que haya sido transformada en la totalidad de su vida. […] Los cambios políticos pueden servir al progreso del país, pero solo la acción combinada de una serie de factores puede cambiar fundamentalmente a los venezolanos”.

Arturo Uslar, quien recopiló sus escritos tan sólo un año después, supo más que nadie a qué, y a quiénes, iban dirigidas estas líneas.

Miremos ahora hacia el presente, con responsabilidad, con energía y con conciencia del porvenir. Hagámoslo como en su momento lo hizo este merideño ilustre, sin temor a la tarea ni a lo imponente de su tamaño. Empleemos toda nuestra energía en fundar y en construir, en poblar al país de pensadores, de hacedores, de emprendedores, de estadistas. No dejemos que lo dicho aquí, que lo expresado en forma diáfana por una pluma que no es la mía, se pierda nuevamente en un caudal de indiferencia.

En más de un sentido, hemos vuelto a 1936. El Majestic sigue en pie y Adriani nos contempla desde el alféizar de su ventana, como repitiendo aquello que tan gentilmente le endosaba don Mariano Picón Salas: “antes de hacer la República debemos hacernos nosotros, porque todavía no somos”. Finalmente, el retrato se diluye. Sólo queda el pensamiento.

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